“En España querer construir contra la Monarquía, o fuera de la Monarquía, es como si un arquitecto se pusiese a proyectar sin contar con la ley de la gravedad; porque la tradición es la ley de la gravedad  y es, en la historia y en la política, la ley de la gravedad una fuerza que   se combina con todas las demás, que entra en todas las acciones y reacciones con que tienen que contar los que quieran hacer obra estable” Antonio Maura (1915).

Introducción:  Monarquía versus República. ¿Qué tipo de Monarquía?

Es propio de las concepciones más tradicionales entender a la Monarquía, y a quién la encarna, como algo que se encuentra fuera, y aún con antelación en el tiempo, de la propia estructura estatal. Así, se hace una fundamentación teológica o divina, se defiende una concepción patrimonialista, o más recientemente, se le otorga una legitimación histórica o dinástica. De este modo, resulta relativamente frecuente, en especial, en las Monarquías no restauradas –es decir, aquéllas que no vieron interrumpida tal tipo de legitimidad- que se argumente la superioridad de la forma monárquica, o se respalden ciertas funciones atribuidas a la Corona, en referencia al valor de la experiencia o “memoria histórica” de la institución, o a su fundamentación sociológica, haciendo mención al vínculo que une a la Corona con su pueblo.

 Hoy en día, se trata de un argumento menos sólido, y tal vez sólo útil a los efectos de diferenciar a las más altas magistraturas de las formas monárquica y republicana, o señalar matices de carácter histórico ideológico entre ellas. Es quizás más frecuente argumentar que en el plano simbólico y aún en el de la integración de los elementos configuradores de la unidad política, la Corona desempeña un papel más eficaz que la Presidencia de la República. Por supuesto, tales funciones se cumplirán en mayor grado allí donde se trate de una Monarquía no interrumpida. Como se ha señalado reiteradamente, un Monarca Parlamentario puede renunciar al poder político y refugiarse en la simple influencia porque su influencia social ha conservado una importancia considerable; sin embargo, un Presidente de la República elegido no se beneficia de ninguna influencia social particular, si no tiene poder político, no tiene nada.

            Por contra, entre las virtudes de la República destaca la legitimidad política que consigue al competir electoralmente. Si bien, esta legitimidad es evidente, podemos entender que la Monarquía está dotada de varios principios de legitimidad. Y tomo las palabras de uno de los ponentes constitucionales, Gregorio Peces-Barba: “Ahora, con este planteamiento, … ¿podemos decir que la Corona como institución en una democracia tiene una situación de inferioridad respecto al otro gran sistema político que es la República? Yo pienso que no se puede decir”. “La legitimidad histórica de la Monarquía existe, pero la legitimidad racional le viene de la Constitución… Es suficiente la legitimidad de origen producida por el referéndum. La legitimidad de ejercicio se establece por su acatamiento a la Constitución”. Así, en la Constitución de 1978, se integran por un lado, el legitimismo monárquico –tal como dice la Constitución, “D. Juan Carlos, legítimo heredero de la dinastía histórica”- y la legalidad constituyente, “representación democrática de la Comunidad”.

            En el proceso de consolidación de la Monarquía Parlamentaria en el continente europeo, pueden establecerse tres jalones en el camino:

1º) cuando al Monarca se le consideraba órgano del Estado, aunque órgano supremo  con funciones aún desorbitadas en relación con los restantes órganos del Estado; 2º) cuando el Monarca se constituyó en un poder distinto de aquéllos que tenían atribuidas las tres clásicas funciones; convirtiéndose, sobre todo, en un poder independiente del ejecutivo y con funciones arbitrales y moderadoras; mientras al ejecutivo le correspondía el ejercicio de la responsabilidad política;  y 3º) cuando el Monarca, ya separado de los demás elementos activos del Estado, se convierte en un órgano con atribuciones tasadas, que estatutariamente ejerce con la colaboración necesaria de otros órganos estatales.

Estos tres pasos se materializaron de forma diferente en los distintos Estados europeos; así, podemos distinguir tres vías: la vía evolutiva inglesa, la vía racional-evolutiva de las Monarquías europeas; y la vía racionalizada de la actual Monarquía española y alguna otra.

La vía evolutiva es la que representa la Monarquía Parlamentaria inglesa, que va evolucionando primero desde una forma mixta de Gobierno, durante los siglos XIV, XV, XVI y XVII, a ser una forma de Gobierno equilibrada durante el siglo XVIII, hasta finalmente convertirse en una Monarquía Parlamentaria, después de las reformas electorales del siglo XIX, cuando la Monarquía se funde con el liberalismo,y de los primeros decenios del siglo XX, cuando ya la Monarquía se confunde con la democracia. En esta evolución hay también una parte anecdótica, como cuenta García Morillo, “en Inglaterra el hecho de que Jorge I fuera de origen alemán -de la Casa de Hannover- provocó que no dominase el inglés y, que, por consiguiente, no pudiese intervenir en las reuniones de su Consejo, para decidir más tarde, no asistir a ellas”. Así, surgió la práctica de que el Rey no asistiese a los Consejos, lo que dio lugar a la separación del Poder Ejecutivo.

La vía racional-evolutiva es la que se produce en las Monarquías europeo-continentales, a través de la Monarquía doctrinaria, en Bélgica, Holanda, Luxemburgo o los países nórdicos europeos, se van estableciendo Monarquías constitucionales duales mediante unas Constituciones que reconocen Poder Legislativo compartido, doble confianza en el Gobierno, doble legitimación, pues (y doble emanación de potestad, por ello), por el principio monárquico y por el principio democrático. Poco a poco, la práctica política ha ido haciendo que estas Monarquías Constitucionales se convirtieran en Monarquías Parlamentarias, aunque la Constitución de una buena parte de estos países siga reconociendo, como por ejemplo es el caso de la Constitución belga, que la potestad legislativa reside en el Rey con el Parlamento, y, en consecuencia, el Monarca actúa como colegislador. Algunos de estos países, en concreto, Suecia y Dinamarca, han aprobado reformas constitucionales destinadas a garantizar la soberanía parlamentaria.

La tercera vía es la Monarquía Parlamentaria racionalizada, puesta por escrito en una Constitución. Eso ocurrió en Japón después de la Segunda Guerra Mundial, y en España en la Constitución de 1978. Se trata además de una instauración de una Monarquía, después de un período de quiebra de esa legitimidad primigenia.

¿Por qué la Monarquía en 1975? ¿Cómo?

Los constituyentes de 1978 tenían un referente institucional del que partir, un tipo de Monarquía limitada proveniente de las Leyes Fundamentales del sistema anterior, que había suscitado serias reflexiones en cuanto a la posible evolución futura del régimen, a partir del punto de apoyo de la Monarquía como “forma política” del Estado (así, lo definía el Principio VII de la Ley de Principios del Movimiento de 1958, ya introducida como elemento estructural básico para el futuro por la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 1947)  Esta misma expresión resultó extremadamente controvertida. Como ha indicado M. Aragón: “Tanto en 1958 como en 1978 se buscaba, probablemente, una fórmula ambigua o genérica que evitase designar precisamente a la Monarquía como forma del Estado o como forma de Gobierno”. De este modo, aunque más o menos abiertamente se tratase de evitar la designación de la Monarquía como forma de Estado, en los trabajos previos a la etapa constituyente se insiste en una Monarquía fuerte. La concepción de la Monarquía como forma de Estado es la más frecuente (Manuel Fraga, Carlos Ollero, entre otros, la frecuentan), En cambio, su definición como forma de gobierno y la referencia al régimen parlamentario como aspiración para el futuro inmediato de la Monarquía resulta, por el contrario, poco usual (se puede encontrar en Jorge de Esteban).

Desde la relativa lejanía que suponen estos veinticinco años de Monarquía Parlamentaria, parece hoy evidente a nuestros ojos que la opción monárquica no tenía otro camino que el de facilitar el régimen parlamentario, tanto por razones externas (era el modelo monárquico predominante en Europa) como por cuestiones de orden interno (la necesidad de consenso entre sectores monárquicos y no monárquicos).

Aún así hubo algún debate en torno a la Jefatura del Estado. Desde las posiciones más intransigentes y contrarias a la opción monárquica, algunos grupos pidieron un referéndum específico (como él habido en la Italia postfascista) y previo a la elaboración de la Constitución para dilucidar la forma de la Jefatura del Estado (en este sentido, se manifestaron Esquerra de Catalunya y Euskadiko Esquerra, entre los grupos minoritarios).

De otra parte, entre los grupos mayoritarios, el Partido Socialista Obrero Español mantuvo una actitud más bien reticente que formalmente antimonárquica, sosteniendo un voto particular durante todo el funcionamiento de la ponencia constitucional, que defendía los principios republicanos del partido, pero que también constituía una estrategia negociadora, para conseguir una Monarquía Parlamentaria de corte europeo, con escasa presencia regia. Hasta los sectores que insistieron en ese momento en que el Jefe del Estado mantuviera algunas prerrogativas: por un lado, Laureano López Rodó patrocinó e impulsó el mantener un Consejo Real y, por otro, se intentó mantener, de distinta forma a como estaba en la Ley para la Reforma Política, la institución de los senadores reales. También hubo algunos intentos en relación con el derecho de veto y con otras actividades por parte de la Corona que no recibieron el apoyo de los ponentes. La solución fue precisamente una Monarquía Parlamentaria que eliminara cualquier residuo de la concepción del Rey como titular de la soberanía.

Hoy en día, la Monarquía es limitada, contractual y democrática, sin perder los rasgos que le son propios: unidad, continuidad y garantía de libertades. La Monarquía se ha convertido hoy en día en el motor del cambio democrático, según la expresión feliz de José María de Areilza (y Don Juan Carlos en el piloto de ese cambio, como puntualiza Powell).

La Monarquía Parlamentaria en la Constitución de 1978  

La Constitución española de 1978 retira varios principios esenciales de la visión doctrinal de la Monarquía constitucional: en primer lugar, somete las decisiones más importantes en materia de la provisión del puesto a la decisión de las Cortes Generales y, en segundo lugar, en lo que es la cuestión crucial de la relación entre el Jefe del Estado-Rey y el Gobierno, revierte y altera el sistema de la doble confianza, en el sentido de que bajo la Constitución de 1876 el Gobierno tenía que tener la confianza del Rey y de las Cortes. Mientras que la Constitución de 1978 se sitúa en un punto intermedio entre ésta y la Constitución sueca tras la última reforma de los años setenta, en el sentido de que al Rey se le van a reconocer unos poderes. Cuestión distinta es el grado de consenso sobre la efectividad y alcance de esos poderes. Va a desaparecer el concepto asociado a la idea de poder moderador a la Monarquía constitucional y al principio monárquico de que aquellos poderes que no están estrictamente mencionados en la Constitución pertenecen al Monarca. Estos principios de alteración de la doble confianza y de desaparición de la atribución a los poderes regios de aquellos poderes que no están estrictamente atribuidos a otros órganos como exigía el principio monárquico, configuran un modelo racionalizado de Monarquía Parlamentaria.

            Los dos principales puntales de la Monarquía Parlamentaria, y concretamente del jefe del Estado como órgano y de su titular, son el principio de unidad y el principio democrático. El primero está consagrado en los Capítulos primero y segundo de la Constitución, que atribuye la soberanía nacional al pueblo español y que el interés general se supraordena a los intereses generales de las Comunidades Autónomas y de los otros entes territoriales. El principio democrático se consagra en el artículo 1 de la Constitución explícitamente, y se desarrolla a través de un sistema clásico de relación de poderes. La figura de la Corona, regulada en el Título II, artículos del 56 al 65, sirve tanto al principio de unidad como al principio democrático.

“El Rey reina, pero no gobierna”. Funciones de la Corona en nuestro sistema político

Como ya hemos reiterado con anterioridad, el Rey no tiene en nuestro sistema político poder político real. Por lo tanto, responde plenamente a la expresión “el Rey reina pero no gobierna”.

La Constitución de 1978 atribuye expresamente determinadas funciones al Jefe del Estado. Funciones tasadas que el Jefe del Estado no puede sobrepasar. Las funciones del Rey son, en primer lugar, simbólicas, de representación de España como entidad histórica y del Estado como entidad jurídica. Y simbólicas también, en el sentido de que carecen de un contenido efectivo de poder político. Sin embargo, convendría puntualizar, que en el caso español, la Corona no se identifica con el Estado, tal y como sucede por ejemplo en Gran Bretaña, donde la Corona es la encarnación jurídica del Estado. De esta suerte, los bienes y órganos del Estado pertenecen a la Corona o son de ella, aunque el Rey tenga sus propios bienes. Incluso, el Parlamento británico se denomina formalmente la Corona “reunida en Parlamento”. En el caso español, a pesar de esta carga simbólica, la Corona es una institución, un órgano del Estado, que tiene asignadas funciones propias, específicas y diferentes de los demás órganos del Estado.

El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia (artº. 56). Es símbolo de que el Estado es sólo uno, aunque los poderes del Estado sean más de uno; y símbolo de que el Estado permanece, por encima de los destinos del Rey particular.

En cuanto que símbolo del Estado, tiene funciones en las relaciones con otros Estados: asume la más alta representación de España en las relaciones internacionales (artº. 56), acredita a los embajadores y representantes de España en el extranjero y recibe la acreditación de los que representen a otros Estados ante España; en fin, expresa el consentimiento del Estado para suscribir Tratados internacionales (artº. 63).

Estas funciones simbólicas también se manifiestan a nivel interno. Así, el Rey sanciona y promulga las leyes (artº. 62.a); convoca y disuelve las Cortes y convoca elecciones en los términos previstos en la Constitución (artº. 62.b); convoca a referéndum en los casos previstos en la Constitución (artº. 62.c); nombra y separa a los miembros del Gobierno, a propuesta de su Presidente (artº. 62.e); la justicia se administra en nombre de Rey, teniendo éste el derecho de gracia, es decir, el indulto, aunque parcial, que ejerce en la práctica el Gobierno (artº. 62.i). Por último, ostenta el patronazgo de las Reales Academias. Son todas ellas, funciones formales, que no ejerce en realidad el Rey, sino quién refrenda los actos del Rey.

¿Significa esto que al Monarca no le resta ninguna otra función con un mayor grado de libertad?. Aunque siempre sometidas a la Constitución, corresponde al Rey proponer al Congreso el candidato a Presidente de Gobierno (artº. 62.d). Es decir, una vez celebradas elecciones generales, el Rey llama a consultas a los representantes de todos los partidos políticos que hayan obtenido algún escaño; hasta el momento, estas consultas siempre han comenzado con el partido que menor número de diputados ha conseguido y han terminado con el que más tiene. Una vez realizadas las consultas, el Rey propone al Presidente del Congreso un candidato para Presidente de Gobierno.

Hasta ahora la dinámica política ha resuelto el “dilema real”, al adjudicar a un partido, o bien una mayoría parlamentaria sólida para investir a su candidato como Presidente del Gobierno, o ha cristalizado en un bloque de partidos que han apoyado la investidura del candidato de uno de los partidos más votados.

Si de las consultas no surgiera, sin embargo, un candidato con claras posibilidades de obtener la mayoría, el Rey debería proponer en primer lugar, al representante del partido con más diputados, para que éste intente formar Gobierno. Esta función del Rey, la de proponer candidato para la Presidencia del Gobierno, sí puede tener, pues, contenido material en caso de que no haya una mayoría clara, pues al Rey le cabe un margen de apreciación para determinar el candidato con más posibilidades de obtener la mayoría. Esta fórmula ya estaba presente en la Constitución de 1876, pero sólo en una oportunidad utilizó el Rey Alfonso XII esta facultad, y fue con ocasión de entregar el poder a los liberales en 1881, en vista de las vacilaciones del propio Cánovas del Castillo para aplicar su propia receta, y que sólo una vez también ejerció la Reina Regente para relevar a Sagasta del Gobierno.

En segundo lugar, al Rey le corresponde el mando supremo de las Fuerzas Armadas (artº. 62.h). Desde la perspectiva jurídico-constitucional más estricta, se trataría en este caso también de una función simbólica, pues es al Gobierno al que le corresponde dirigir la Administración militar, y la cúspide de la cadena de mando reside en el Presidente del Gobierno y en el Ministro de Defensa. Sin embargo, aquí los acontecimientos que marcaron nuestra transición política, y en especial, el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, ponen de manifiesto la importancia que para la consolidación de la democracia en nuestro país ha tenido esta atribución real, dado que ha permitido con su apoyo a las instituciones democráticas, dotarlas de una mayor legitimidad.

Por último, la Constitución señala que el Rey arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones (artº. 56.1). Es en esta cláusula donde podrían ampararse aquéllos que demandan una mayor intervención regia en los asuntos públicos. Para ellos, esta expresión institucional significaría que el Rey debería actuar cuando las instituciones se bloquearan o estuvieran en crisis, o existiera el peligro de disgregación de la patria. Pero en realidad, si repasamos en detalle el contenido de las funciones que expresamente le atribuye la Constitución, en este caso, no estamos hablando de funciones del Jefe del Estado, sino más bien de la definición de la Jefatura del Estado. ¿Qué es pues moderar y arbitrar?. Dice García Morillo que estamos hablando entonces de lo que los británicos denominan: estar informado, aconsejar y estimular. Para ello, el Rey despacha habitualmente con el Presidente de Gobierno. La Constitución también señala que el Rey tiene la posibilidad, si así lo considera oportuno y a petición del Presidente del Gobierno, de asistir a las sesiones del Consejo de Ministros (artº. 62.g). Hasta ahora, la práctica ha consistido en la asistencia del Monarca al menos a un Consejo de Ministros anual, pero sin que en esa sesión se adopte decisión política alguna, pues ello supondría implicar al Rey en una concreta opción política.

Por lo tanto, aunque en un sentido jurídico estricto, el Rey carezca de poderes propios, eso no quiere decir que no tenga competencias. Tiene tantas competencias que sin la firma del Rey no nace la ley, ni un Tratado Internacional, ni un Decreto, ni se nombra al Presidente del Gobierno y a los Ministros, a los Magistrados del Tribunal Constitucional, ni a las principales autoridades públicas. Como explicaremos en detalle a continuación, estas competencias del Rey se realizan a través de actos debidos, son pues, competencias-obligación más que competencias-facultad, salvo una: la propuesta de candidato a Presidente de Gobierno que, libremente, aunque consultando con las fuerzas políticas, tiene la capacidad de proponer: En todos los demás actos del Rey, éste actúa a propuesta de otro órgano: nombra los Ministros a propuesta del Presidente del Gobierno, nombra Presidente del Gobierno a propuesta del Congreso de los Diputados, nombra Presidente del Consejo de Estado a propuesta del Consejo de Ministros, etc.

El Rey no es responsable, primero por ser Rey, y segundo porque el acto no procede originariamente de él, sino de un órgano del Estado que le ha dado forma y contenido al acto, y que el Rey ratifica de modo necesario. Eso es en última instancia, el significado de la Monarquía Parlamentaria.

“El Rey no puede equivocarse”: la irresponsabilidad regia y la figura del refrendo

El Rey no puede equivocarse. Frase recurrente en el sistema político británico y perfectamente aplicable al nuestro. Significa de hecho, que la ausencia de poderes políticos efectivos por parte del Rey tiene como consecuencia su irresponsabilidad Este rasgo constituye, junto a la sucesión hereditaria, una de las características principales de las Monarquías Parlamentarias actuales. Es decir, los actos del Rey serán refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los Ministros competentes, u órganos distintos de los que emanen (artº. 64). Esto significa en última instancia, que de los actos del Rey serán responsables las personas que los refrenden.

Frente a esta postura generalizada, y que se corresponde con una interpretación literal de la Constitución, que se ha venido a denominar mecanicista y automática, en la que el acto del refrendo es simplemente el que manda en la relación sometiendo la intervención regia a un mecanismo automático de sanción, nos vamos a encontrar con otras posibles interpretaciones.

Para Herrero de Miñón, el acto regio y el acto refrendante formarían parte de un mismo acto complejo, que en función de la competencia atribuida, significaría un peso determinado en una u otra intervención. Mientras que Fernández Fontecha sostiene que aunque las competencias deben ser ejercidas a través del refrendo, lo cierto es que finalmente quién tiene la facultad de decidir si sanciona o designa es el Jefe del Estado. Frente a la postura de que los actos del Rey son actos debidos, es decir, actos a través de los cuales el Rey declara una voluntad ajena. Sin embargo, argumenta Fernández Fontecha, esta teoría a lo que conduce realmente es a extinguir los poderes atribuidos al Monarca por la Constitución, y a sujetar más que a ligar su voluntad a la del Gobierno. En todo caso, no es conforme ni con una interpretación originalista de la Constitución con arreglo al texto, ni conforme a la que denomina, una interpretación normativista que conforme a la literalidad de los Poderes. Y en este sentido, un argumento poderoso que permitiría sostener el carácter normativo de las disposiciones, es que la cláusula de reforma constitucional lo protege de la forma más enérgica. No son actos debidos puesto que permite un doble grado de control. Por un lado, existe un órgano del Estado de distinto método de elección, pero no menos democrático, en cuanto que su función es democrática, que recibe información y hace un examen previo del contenido del acto. Y en segundo lugar, existe la posibilidad de que en determinados casos y bajo su responsabilidad se pueda aplicar la obligación de guardar y hacer guardar la Constitución en los casos de manifiestas irregularidades en el procedimiento.

El Monarca, en una Monarquía parlamentaria, no solamente tiene “potestas” (en el sentido, claro está, del ejercicio de actos debidos), sino también auctoritas. Por ello, el Monarca no sólo tiene competencias, sino también influencia. Así, Bagehot, en su libro sobre la Constitución inglesa, dice que al Monarca inglés le quedan tres grandes funciones: advertir, animar y ser consultado. Y mediante esas funciones, que no son competencias en sentido propio, su influencia sobre el Gobierno y sobre la vida pública es notable. Esa característica se ve acrecentada precisamente por la permanencia y la fuerte carga simbólica de la Monarquía.

En el caso español, se trata de una doble influencia: una, derivada de la auctoritas personal, que es innegable que consiguió D. Juan Carlos por su actuación en la transición política (en los procesos de negociación y consenso con todas las fuerzas políticas; en su actuación frente al intento de golpe de Estado en 1981, etc.). Y otra, la auctoritas institucional: porque la  Monarquía es sobre todo una institución permanente que regularmente se sucede a sí misma, una institución que es representativa, pero de una manera simbólica, dada la gran capacidad de la Monarquía para ser símbolo integrador de la diversidad territorial, social, cultural, ideológica, etc.

Estructura y organización de la Monarquía: el Estatuto personal del Rey y la Casa Real

La posición del Rey como Jefe del Estado y titular de la Corona le confiere algunos rasgos que le distinguen del resto de los ciudadanos: El primero de ellos es que el Rey es, en España, la única persona inviolable. Eso significa que no puede ser demandado, ni denunciado, ni querellado, ni citado como testigo ni, tampoco, detenido ni encarcelado. Para que se pudieran llevar a cabo estas actuaciones, previamente, habría de ser inhabilitado como Rey por las Cortes Generales. Esta circunstancia es una consecuencia lógica de su carácter como símbolo del Estado y de su reconocimiento constitucional.

También los familiares más directos de Rey reciben un tratamiento especial. Cabría distinguir a estos efectos entre la Familia Real y la familia del Rey. La primera se circunscribiría exclusivamente a los parientes más próximos: su cónyuge, la Reina, sus ascendientes, sus hermanos y sus descendientes. Este núcleo constituye la Familia Real, mencionada en la Constitución, que recibe una protección jurídica especial. Mientras que el resto de los familiares del Rey no tienen relevancia constitucional ni protección jurídica especial.

Otra característica importante de la Monarquía Parlamentaria actual, viene dada por la sucesión hereditaria. La línea hereditaria es la de los sucesores del actual Rey, D: Juan Carlos I de Borbón; dentro de esta línea se sigue, en primer lugar, el criterio de descendencia. Por tanto, son herederos, si los hay, como ahora sucede, los hijos del Rey. Si hay varios descendientes, el heredero es, en primer lugar, si lo hubiere, el varón; dentro del mismo sexo, se aplica el criterio de mayor edad. Aunque debe matizarse que rige también el principio de representación. Por tanto, si falleciera el heredero y éste tuviese descendencia, la sucesión seguiría esa línea. Si no hubiese descendencia, entrarían en juego las líneas colaterales, es decir, los hermanos (artº. 57.1)

La Constitución no limita en modo alguno el derecho del heredero a contraer matrimonio con quién libremente desee. Pero establece una cautela, que alcanza no sólo a éste sino a todas las personas con derecho a la sucesión. Esta cautela consiste en que el Rey o las Cortes Generales pueden prohibir tal matrimonio.; en ese caso, la decisión de esa persona significaría también su renuncia a los derechos sucesorios para sí y sus descendientes (artº. 57.4). La Constitución establece también, en caso de hacerse necesaria,  las figuras jurídicas de la Regencia (artº. 59) y de la tutela (artº. 60).

Corresponde también al Rey el nombramiento de los miembros civiles y militares de su Casa (artº. 65). La Casa Real es el organismo que, bajo la dependencia directa del Rey, tiene como misión servirle de apoyo en cuantas actividades se deriven de sus funciones como Jefe del Estado. También atiende a la organización y funcionamiento del régimen interior de la residencia de la Familia Real. Puede verse en detalle la estructura orgánica de la Casa Real en http://www.casareal.es.

La Monarquía y la sociedad española: ¿monárquicos o juancarlistas?

Desde el inicio de la transición política, la sociedad española se ha mostrado, en cierto modo, remisa, en hacer una defensa pública de la Monarquía, si bien es cierto, que a la vez, ha valorado de manera positiva la figura del Rey D.Juan Carlos y su actuación institucional durante este período. De este modo, cabría precisar que el apoyo más que en la Monarquía Parlamentaria, se ha centrado en torno al papel desempeñado por el Rey D. Juan Carlos; en este sentido, los autores hablan del “juancarlismo”. En este breve apartado, trataremos de dar cuenta del grado hasta el cual se ha institucionalizado y valorado la figura de D. Juan Carlos o de la Monarquía Parlamentaria en su conjunto.

Como recuerda Charles Powell según una encuesta de 1971, el 24% de los entrevistados creían que con el futuro Rey, las cosas mejorarían, mientras que un 52% no esperaba cambio alguno. El 29% creía que habría cambios políticos importantes, pero el 59% dudaba que fuese así cuando fuese proclamado Rey D. Juan Carlos.

En enero de 1977, los datos de las encuestas señalaban que los partidarios de la Monarquía constituían el 61%; mientras que los que se manifestaban abiertamente republicanos alcanzaban el 20%. De los entrevistados, el 72% consideraban que el Rey lo hacía bien o muy bien; el 23%, que ni bien ni mal, y sólo el 3%, muy mal.

En los primeros meses de 1978, año decisivo en el que se estaban concretando las posturas de los diferentes grupos parlamentarios en cuanto a la organización del Estado, que tendrían como consecuencia la elaboración y posterior aprobación de la Constitución, los resultados de una encuesta encargada por el Gobierno de Adolfo Suárez fueron los siguientes: el 38% de los entrevistados consideraba que la forma de gobierno ideal, en abstracto, era la Monarquía, mientras que el 20% prefería una República y el 30% se mostraba indiferente. Asimismo, el 38% creía que la Monarquía contribuía a la estabilidad política, mientras que sólo el 15% asociaba esta cualidad con la República. Por otra parte, el 44% de los encuestados se mostraba partidario de la Monarquía como forma de Estado que deseaban ver implantada en España; el 16% optaba por la República y el 18% se mostraba indiferente. En lo que al papel de D. Juan Carlos se refiere, el 36% aprobaba plenamente su actuación hasta ese momento; el 35% la aprobaba en parte y sólo el 14% la desaprobaba rotundamente. En fin, el 45 % de los entrevistados estimaba compatible la Monarquía con un futuro Gobierno socialista, mientras que el 27% lo rechazaba.

Parecería, por tanto, que la opción monárquica era la más aceptada, pero esta aprobación se producía hasta cierto punto por exclusión. Es decir, las fallidas experiencias republicanas habían reducido el escenario político a una fórmula monárquica que al menos contaba con una legitimidad histórica aceptada por una parte considerable de la sociedad española. De otro lado, el mismo proceso de transición política, donde primaron las estrategias de consenso y transacción entre las diferentes fuerzas políticas, significó que nunca se cuestionara la solución monárquica, siempre y cuando ésta fuera limitada y constitucional. Así, en el verano de 1978, cuando ya en el Congreso se habían aprobado los preceptos constitucionales en los que se regulaba y, por tanto, reconocía la Corona, se publicaron los resultados de una nueva encuesta, según la cual el 56% de los entrevistados era partidario de la Monarquía Parlamentaria, mientras que un 24% se mostraba en contra. De ellos, más del 75% de los votantes de la Unión de Centro Democrático (UCD) y de Alianza Popular (AP) aceptaban la fórmula aprobada por el Congreso, proporción que alcanzaba el 58% de los votantes del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y el 31% de los del Partido Comunista de España (PCE).

Casi veinte años después, en 1996. una encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas, confirmaba que la valoración a la institución monárquica era muy alta, la Monarquía era con diferencia la institución mejor valorada por los españoles, seguida a cierta distancia por el Defensor del Pueblo, el Gobierno autonómico y los ayuntamientos. A su vez, los entrevistados destacaban la pérdida de poder político efectivo que la Monarquía tenía como institución.

Podríamos decir, por tanto, que la Monarquía Parlamentaria se ha consolidado en estos veinticinco años, en un proceso paralelo al de la consolidación de la democracia, la figura del Rey D. Juan Carlos ha obtenido una considerable autoridad e influencia sobre la sociedad española, y la institución se ha fortalecido institucionalmente. Aún así, siguen existiendo importantes reticencias en nuestro fervor monárquico. Y para demostrarlo bastaría una simple comparación. La Monarquía británica ha visto mermado su prestigio en los últimos años, indicándose en algunos casos, la conveniencia de avanzar hacia una solución república  -camino sin duda aridísimo, después del proceso de construcción histórica de esta Monarquía-; cuando a los ciudadanos británicos se les preguntaba sobre quién podría ser el Presidente de esa “utopía republicana”, muchos de los entrevistados elegían al Príncipe Guillermo. Traslademos por un momento, la pregunta a nuestro contexto político. ¿Cuál sería tu respuesta? ¿Somos los españoles monárquicos o juancarlistas?.

Dos debates posibles

            Entre las múltiples posibilidades que tendríamos de enfocar la cuestión monárquica, os planteamos dos posibles debates:

El primero, teórico, hace referencia no tanto a la dualidad Monarquía-República en la Jefatura del Estado, sino a la posibilidad de dotar a nuestra Monarquía Parlamentaria de un potencial transformador que dinamizara la democracia. Una visión muy optimista, permitiría incluso dotar a la Monarquía de sustancia e inquietudes sociales. Es decir, y como plantea García Canales, lo propio de la Monarquía es la capacidad integradora del Monarca en tanto puede consistir en la encarnación institucional de los valores políticos tradicionales, pero, ¿podría también crear y desarrollar nuevos valores y estimular a la participación política de la ciudadanía?.

            El segundo, vinculado con el anterior, hace referencia a la necesidad o no de reformar las competencias del Monarca. En este sentido, se trataría de que pensarais en la sugerencia que hace Sabino Fernández Campo al señalar la urgente necesidad de desarrollo de un ordenamiento que, al mismo tiempo, se base en la tradición y, a su vez, sea creador de ella. Por lo tanto, defiende la necesidad de completar el Título II de la Constitución, de modo que se establezcan normas prácticas para el funcionamiento de la Monarquía, de tal manera que maiestas, potestas y auctoritas queden vinculadas de modo efectivo en esa importante capacidad moderadora que no puede limitarse a una simple popularidad. Es, por ello, necesario desarrollar las funciones reales que están implícitas en la Constitución, pero no reglamentadas en una Ley Fundamental de la Monarquía.  

Referencias bibliográficas

FUNDACIÓN INSTITUCIONAL ESPAÑOLA (1999): La Monarquía española entre las constituciones de 1876 y 1978, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

GARCÍA MORILLO, Joaquín (1996): «Reyes y Príncipes», en el mismo autor, La democracia en España, Madrid, Alianza Ed., 163-177.

LUCAS VERDÚ, Pablo (Dir.) (1983): La corona y la Monarquía Parlamentaria en la Constitución de 1978, Madrid, Universidad Complutense de Madrid.

POWELL, Charles T. (1995): Juan Carlos. Un Rey para la democracia, Barcelona, Ariel/Planeta.

VILALLONGA, José Luis de (1995): El Rey. Conversaciones con D. Juan Carlos I de España, Barcelona, Salvat Eds.