I. La Constitución española de 1978

La Constitución como compromiso

            La Constitución es el principal producto normativo de nuestro sistema político, el que fija las reglas y reparte el juego entre los distintos órganos constitucionales. Una norma de estas características, aprobada en un contexto de transición política, requirió sin duda de un esfuerzo notable de compromiso entre todas las fuerzas políticas que llevaron a cabo el cambio político.

Este consenso venía dado, y paralelamente fue construyéndose, por varias razones: la primera, el propio carácter del cambio político por consenso, en este sentido, el gobierno de la Unión de Centro Democrático necesitaba de la oposición para legitimar su estrategia de cambio; en segundo lugar, se hacía necesario porque ningún partido político contaba con una mayoría absoluta en las Cortes como para imponer sus criterios partidistas; en tercer lugar, la experiencia constitucionalista española del siglo XIX, más bien, el fracaso de ésta, obligaban a pergeñar una Constitución que no fuera claramente partidista ni ideológica que marginara a los partidos y fuerzas políticas democráticas; y por último, este consenso se hizo necesario durante los laboriosos meses de redacción del texto constitucional, dado que hubo que superar numerosos puntos conflictivos que separaban a las distintas fuerzas políticas.

Este compromiso no resta valor a la afirmación de que durante la elaboración, y posterior aprobación de la Constitución, existieron importantes puntos de disonancia y disenso entre estas fuerzas políticas; quizás convendría resaltar que éstas (diferencias en torno a la jefatura del Estado, el Estado de las Autonomías, los derechos y libertades fundamentales, la relación entre los poderes, etc.), a pesar de su trascendencia, no significaron la quiebra del proceso de transición, sino que a largo plazo lo fortalecieron.

Los fundamentos y estructura política de la Constitución

            Como en todas las Constituciones modernas, en la nuestra de 1978 también puede distinguirse entre una parte «dogmática» y una parte «orgánica». Por dogmática, entendemos aquella parte de la Constitución que recoge sus valores y principios fundamentales y los derechos y libertades públicas. Mientras que en la parte orgánica, nos encontraremos la estructura institucional que conforma el sistema político y las funciones e interrelaciones entre los diferentes órganos constitucionales. Veamos seguida y brevemente los contenidos de ambas.

Valores y principios de la Constitución

            La Constitución recoge en su art. 1.1. como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, que se van a concretar a lo largo del texto constitucional en múltiples ocasiones: la igualdad material (art. 9.2), la igualdad formal (art. 14), los derechos y libertades (artículos 14 a 39), como expresión de la libertad, la igualdad y la dignidad de la persona; los principios de legalidad y de responsabilidad de los poderes públicos y, en general, todas las limitaciones de principio impuestas a la potestad pública, como expresión de la libertad y de la justicia; etcétera. La denominación de valores superiores que se utiliza ha hecho que se produjera durante mucho tiempo un debate en torno a la posición de éstos en el ordenamiento constitucional. ¿Se sitúan por encima del ordenamiento constitucional? O, por el contrario, ¿son parte del mismo ordenamiento en el que se inscriben?. Quizás, una solución de compromiso consistiría en considerar a estos valores como componentes normativos del ordenamiento.

La definición del Estado: El Estado Social y Democrático de Derecho

            Esta definición del Estado viene constitucionalizada en el Título Preliminar, art. 1.1 que dice: “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho”. En principio, se ha señalado que la utilización de la expresión «se» implica un elemento de ruptura, que no se logró introducir en el Preámbulo, con el régimen autoritario anterior. Subsanando además la posible contradicción con la afirmación que se hace en el Preámbulo de la “consolidación de un Estado de Derecho”, dando a entender que anteriormente ya existía ese Estado de Derecho.

            La formulación del Estado de Derecho se resume en la supeditación del Estado al Derecho creado por él mismo, es decir, el sometimiento de los poderes públicos a la Constitución. Este Estado de Derecho viene caracterizado, según Elías Díaz por: a) el imperio de la ley: la ley como expresión de la voluntad general; b) la separación de poderes: legislativo, ejecutivo y judicial; c) la legalidad de la administración: regulación por ley y suficiente control judicial; y d) los derechos y libertades fundamentales: lo que implica no sólo su garantía jurídico-formal sino también su realización material.

La proclamación del Estado social de Derecho supone una diferenciación sustantiva con relación al Estado liberal, ya que ambos responden a momentos históricos distintos de la evolución capitalista. En este sentido, la cláusula del Estado Social de Derecho implica una actuación positiva de los poderes públicos en el sentido de lo dispuesto en el art. 9.2, así como una función legitimadora de los medios de defensa adoptados a favor de los grupos sociales más desfavorecidos. Así, nuestra Constitución insiste de manera sustantiva en el principio de igualdad como valor superior del ordenamiento jurídico (art. 9.2), que va más allá de la mera igualdad ante la ley del art. 14 de nuestro texto constitucional; en el reconocimiento de unas serie de derechos sociales y económicos, que suponen una transformación importante de las tradicionales tablas de derechos y libertades, que determinan el contenido de ese Estado Social de Derecho (artículos 35, 41, 28.2, 43, 44, 47, y un largo etcétera); en la constitucionalización de los principios rectores de la política social y económica (Capítulo 3º del Título I) y la intervención pública en la actividad económica (art. 40).

            El Estado Democrático de Derecho supone la proclamación de la soberanía popular (art. 1.2), que enlaza con la Constitución de 1931, frente a la fórmula de la soberanía nacional; la aceptación del pluralismo político y social, cuya consagración constitucional más importante se produce en los artículos 6 y 7; el reconocimiento de la participación de los ciudadanos, en sus diversas manifestaciones (art. 23).

Hoy en día, buena parte de la problemática de la participación política, radica en la disyuntiva democracia directa/democracia representativa, como ya veremos en las propuestas de reforma constitucional, un poco más adelante en este apartado. Sin embargo, cabe añadir que nuestro sistema político carece, en sentido estricto, de instituciones de democracia directa, excepción hecha de la posibilidad que puede abrir el art. 140 para el concejo abierto, aunque si prevé la existencia de diversas instituciones de democracia semidirecta: la iniciativa legislativa popular (art. 87.3) con importantes limitaciones; el derecho de petición que puede ser realizado tanto individual como colectivamente (artículos 29 y 77); el referéndum, en sus distintas modalidades: constitucional, tanto obligatorio como facultativo, consultivo y referéndums autonómicos, tanto de iniciativa autonómica como de aprobación y reforma de los Estatutos; instituciones que inciden en el ámbito judicial, como son la acción popular y el jurado (art. 125), y en el ámbito administrativo.

La forma Política: la Monarquía Parlamentaria

            El Título Preliminar en el art. 1.3 consagra la Monarquía Parlamentaria como «forma política del Estado español», que será desarrollada en el Título II, dedicado a la Corona, y cuya problemática hemos abordado en el apartado de la Jefatura del Estado. Al afirmar que se trata de una Monarquía Parlamentaria, se está señalando:

1)      Que todos los órganos del Estado, incluido el Rey, son órganos constitucionales; es decir, que su poder deriva de la Constitución y se encuentran sometidos a ella;

2)      Que la función legislativa corresponde esencialmente al Parlamento y la función ejecutiva al Gobierno. El monarca, aunque cuenta con atribuciones recogidas en la Constitución, no toma decisiones políticas;

3)      Que no existe una separación estricta de poderes, sino más bien una coordinación y colaboración entre ellos.

La organización territorial: el Estado de las Autonomías

            La Constitución establece igualmente una organización autonómica del poder, basada en los principios de unidad y de autonomía. Así, si por un lado, el art. 2, reafirma «la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles», por otro, «reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre ellas». Esta estructura territorial queda consagrada en el Título VIII de la Constitución, que regula entre otras las fórmulas de acceso a la autonomía.

            El Estado de las Autonomías queda así consagrado como el modelo de Estado, aunque no se concretan con claridad las características de éste, ni se fija definitivamente el mapa autonómico. A veintidós años vista del inicio de este proceso, cabría decir que lo conseguido en el proceso de descentralización política y administrativa ha sido mucho, pero que no ha terminado de perfilarse con claridad un modelo de Estado. Cabe en sentido negativo afirmar que no tenemos un Estado centralista –modelo francés-, que superamos con creces las competencias de un modelo regional como el italiano, pero ¿avanzamos hacia un Estado Federal, más o menos simétrico, o por el contrario, será posible en un futuro mantener un modelo autonómico que no implique un cambio del modelo de Estado?.