La «diosa de la democracia». Estatua erigida por estudiantes chinos en la primavera de 1989 en Pekín.
¿A qué llamamos cultura política?
La
democracia en Occidente o en cualquier otra parte del mundo no es un fenómeno
inevitable, sean cuáles sean las circunstancias y condiciones. Existen unos
requisitos mínimos, o esenciales, de las democracias sin los cuales éstas se
debilitan, van perdiendo estabilidad y pueden llegar a quebrarse, dando paso a
otros tipos de régimen como el autoritarismo o el totalitarismo. La experiencia
histórica que hemos adquirido al final del siglo XX, un siglo plagado de
conflictos fuera y dentro de Europa, así lo demuestra; baste recordar para ello
el triunfo del nazismo, del fascismo o del estalinismo.
Hay un
acuerdo general en que las condiciones mínimas que debe cumplir un régimen
democrático son la existencia de más de un partido político, la competencia
entre distintas fuerzas políticas, la existencia de una oposición, el sufragio
universal, la celebración de elecciones libres, periódicas y competitivas, y
la concurrencia de fuentes de información distintas y alternativas. Todas estas
condiciones suelen estar reguladas en la constitución y en las leyes de los
sistemas democráticos y garantizadas por un estado de derecho. Pero aún habría
que preguntarse si con esto es suficiente, es decir ¿basta con una regulación
jurídico-política para asegurar la permanencia de la democracia o también son
necesarios unos ciudadanos con instrucción e interés por los asuntos públicos,
que participen mínimamente en la vida política?. O dicho con la expresión de
Rafael del Águila ¿la permanencia de las democracias necesita «ciudadanos
reactivos» con capacidad de juicio y también de participación?.
Fue
precisamente la preocupación por la permanencia de la democracia en relación
con los patrones de conducta y aptitudes de los ciudadanos hacia la política
(que bien pudieran influir en la formación y en el mantenimiento de los
sistemas democráticos) lo que motivó el estudio de Gabriel A. Almond y Sidney
Verba sobre la cultura política en 1963.
Ya en el
pasado Montesquieu había señalado la necesidad de una serie de valores como la
creencia en la libertad, la disposición a participar y la inclinación a la
tolerancia y al compromiso. Por su parte, Max Weber había relacionado los
valores religiosos protestantes con el nacimiento del capitalismo. En el
presente, Robert A. Dahl hace hincapié en una serie de valores que deben poseer
tanto los ciudadanos como los gobernantes de las sociedades democráticas:
creencia en la legitimidad de las instituciones, confianza en los actores políticos
y disposición para cooperar y resolver problemas. Y para Leonardo Morlino, la
instrucción de los ciudadanos, la comunicación, el pluralismo y la ausencia de
desigualdades extremas son los presupuestos más seguros de una democracia.
El rasgo en
común de estos estudios es la búsqueda de relación entre algunas condiciones no
políticas y la formación y mantenimiento de ciertos sistemas (estado liberal,
capitalismo, estado democrático). Ésta fue también la búsqueda de Almond y
Verba: el análisis de la cultura política de la democracia y de las
estructuras y procesos sociales que la sostienen. El estudio aplica el modelo
estructural-funcionalista al análisis de las bases sociales de los sistemas
democráticos, centrando su interés en los problemas de la estabilidad de las
democracias.
Preocupados
por el desarrollo del fascismo y del comunismo tras la primera guerra mundial y
por los estallidos nacionales en Asia y África tras la segunda guerra mundial,
estos dos autores se preguntan por el futuro de la democracia en el mundo, una
vez comprobado que ni siquiera en Occidente la democracia estaba total y
definitivamente garantizada. Pero el análisis no va a centrarse en las
estructuras e instituciones del estado, sino en el comportamiento de los
ciudadanos en relación con la política y teniendo presente que las jóvenes
naciones que se incorporarían a la democracia durante la segunda mitad del
siglo veinte, lo querrían hacer respetando sus culturas tradicionales.
La cultura
política de un país es un producto de la historia colectiva a la vez que una
consecuencia de las vidas de sus ciudadanos y está formada por los patrones de
conducta y las actitudes predominantes de los individuos hacia la política en
una determinada sociedad. Sirve, por lo tanto, para explicar las pautas del
comportamiento político de los ciudadanos, para entender los conflictos más
arraigados y también para explicar las características de las distintas
democracias. En esta perspectiva, la cultura política es tomada como una
variable independiente o, dicho de otro modo, como una variable explicativa de
otros fenómenos, como por ejemplo la permanencia o quiebra de un sistema democrático.
Se trata de
poner en relación las actitudes de los individuos y sus hábitos culturales con
la política. Por ello, siempre encontramos implicados en este concepto a la
persona, a la sociedad y a la cultura, aunque referido exclusivamente a los
diferentes «objetos» políticos, esto es, estructuras, titulares de roles y
decisiones. De este modo el análisis de la cultura política requiere el empleo
de los enfoques de la psicología, la sociología y la antropología, además de
la ciencia política.
Para Almond
y Verba «el término cultura política se refiere a orientaciones específicamente
políticas, posturas relativas al sistema político y sus diferentes elementos,
así como actitudes relacionadas con la función de uno mismo dentro de dicho
sistema». Por medio de este concepto se trata de detectar las pautas de
orientación de los ciudadanos de un país que subyacen a la acción política y
la dotan de un determinado sentido.
Esas pautas
de orientación o, simplemente, las orientaciones de la población hacia los «objetos»
políticos incluyen tres ingredientes: lo cognitivo, lo afectivo y lo
evaluativo. Es decir, el conocimiento, los sentimientos y los juicios y
opiniones, respectivamente, que tienen los ciudadanos acerca del sistema político
en su conjunto, acerca de los distintos objetos políticos, tanto de inputs como
de outputs, (estructuras, titulares de roles y decisiones) y acerca de uno mismo
en el sistema. Cruzando los tres componentes de las orientaciones de la población
con los distintos tipos de objetos políticos (el sistema político en general,
los objetos políticos inputs, los objetos administrativos outputs y uno mismo
como objeto) Almond y Verba
obtienen tres tipos ideales de cultura política.
1.
La cultura política parroquial. Es aquella en que los individuos tiene
poca o ninguna consciencia del sistema político nacional, no lo conocen, no se
consideran afectados por él, no demandan nada y tampoco esperan ninguna
respuesta del sistema a sus necesidades.
2.
La cultura política de súbdito. Es aquella en que el ciudadano tiene
conocimientos acerca del sistema político, pero lo ve como un todo del que,
fundamentalmente, recibe ayuda para atender a sus necesidades. Las relaciones
con el sistema son pasivas, pendientes sobre todo de sus decisiones (seguro de
desempleo, pensión de jubilación...) y la ciudadanía es obediente con la ley
y la autoridad, pero con muy poca o ninguna disposición a participar.
3.
La cultura política de participación. Aquí el ciudadano conoce el
sistema político y sus diferentes elementos, y está pendiente no sólo de las
decisiones del sistema que puedan mejorar sus condiciones de vida, sino también
de una participación activa en el mismo (en elecciones, partidos, grupos de
presión, etc.).
A partir de
esta tipología, Almond y Verba elaboran un cuarto tipo de cultura política, la
«cultura cívica», que es mezcla de los tipos ideales anteriores.
La «cultura
cívica» es una cultura política mixta. En primer lugar es una cultura política
de participación. Pero además, los individuos que participan en el proceso político,
no abandonan sus orientaciones de súbdito y parroquiales, aunque las hacen
congruentes con las de participación. En cierto sentido es una combinación de
tradición y modernización. Según Almond y Verba: «El mantenimiento de estas
actitudes más tradicionales y su fusión
con las orientaciones de participación conducen a una cultura política
equilibrada en que la actividad política, la implicación y la racionalidad
existen, pero compensadas por la pasividad, el tradicionalismo y la entrega a
los valores parroquiales».
La noción
de cultura política tratada hasta aquí supone que las pautas de conducta y el
comportamiento político de los individuos, han sido adquiridos a través de
agentes de socialización como la escuela, los partidos políticos, los medios
de comunicación o las iglesias y han arraigado en una sociedad, dando lugar a
un conjunto de actitudes y comportamientos dominantes en ella. Así, para Almond
y Verba, «La cultura política de una nación consiste en la particular
distribución entre sus miembros de las pautas de orientación hacia los objetos
políticos». Esto implica que la cultura política de una país además de
referirse a toda la sociedad se caracteriza por la permanencia y la estabilidad.
Es decir que sólo cambia lentamente y a largo plazo.
Sin embargo
la hipótesis de la durabilidad de las culturas políticas ha sido cuestionada
(al igual que otros rasgos del modelo de Almond y Verba, como su concepción
global de la cultura política para toda una sociedad, aunque se puedan
diferenciar subculturas dentro de la
misma). A partir de los años setenta y en el contexto de las transiciones a la
democracia en el sur de Europa, América Latina o Europa del Este, se observaron
procesos de cambio acelerado que modificaron las culturas políticas de esas
sociedades y cuestionaron su carácter estable y durable. Desde este enfoque,
Joan Botella, para quien las culturas políticas son más modificables de lo que
se creía, ha señalado como posibles agentes modificadores de las culturas políticas:
los cambios económicos y sociales acelerados, el recambio generacional e
incluso, la mera existencia y funcionamiento del sistema político democrático;
agentes que por otra parte, no son necesariamente incompatibles entre sí.
Esta es una
cuestión interesante y para tener en cuenta al estudiar la cultura política de
los españoles, pues como veremos a continuación, en España existían unas
pautas de conducta y unos valores muy arraigados en la sociedad, que
experimentan importantes cambios, debido, al menos en parte, a la modernización
social y económica iniciada en el franquismo, al proceso de transición y a la
puesta en marcha del sistema democrático. En un período de menos de veinte años
España se moderniza en lo social y en lo económico, se hace democrática y
experimenta un recambio generacional, cuyos miembros no han hecho la guerra
civil, desean las libertades democráticas y anhelan ser europeos.
Muchas pautas
de conducta, hábitos y tradiciones culturales se han considerado profundamente
arraigadas en el carácter nacional español de los dos últimos siglos. Sin
embargo, tras el final del franquismo, el éxito de la transición política
y la posterior consolidación de la democracia parece razonable afirmar que los
valores, las creencias y las actitudes políticas dominantes en la sociedad española
han tenido que modificarse, como consecuencia, entre otros factores, del proceso
de cambio acelerado vivido entre los años setenta y ochenta.
Efectivamente
hay cambios manifiestos, aunque sólo sea la participación electoral de los
ciudadanos, el positivo sentimiento europeo, la mayor comprensión y aceptación
del fenómeno religioso como propio de la esfera privada y ajeno a la vida pública,
o la amplia legitimidad que la ciudadanía atribuye a la democracia. Distintos
estudios empíricos han puesto de manifiesto que en los últimos veinte años,
la sociedad española ha adquirido unos valores y unas actitudes sociales y políticas
semejantes a las democracias de nuestro entorno, sobre todo, en lo referente a
los sentimientos mayoritarios de apoyo al sistema democrático y en lo referente
a las preferencias por las posiciones moderadas y centrales del espectro ideológico.
Sin embargo también hay elementos del comportamiento político de los españoles
que nos distancian de las viejas democracias europeas, entre ellos destaca el
alto desinterés y desconfianza por la política que afecta a más del 50% de
los ciudadanos españoles y los sentimientos antipartidistas, si bien estos últimos,
como especifican Montero, Gunther y Torcal, parecen no llegar a tener un impacto
significativo en la participación electoral.
La elaboración de José María Maravall sobre las pautas de las culturas políticas en varias nuevas democracias, nos pone de manifiesto que la democracia española se caracteriza por una considerable legitimidad, a la vez que por una amplia «desafección política». Desafección expresada en particulares visiones sobre la política y los políticos, sobre su eficacia política personal y sobre las instituciones y los partidos políticos
En líneas
generales, se combina una alta legitimidad al sistema con un gran desinterés de
los ciudadanos por la política, una extensa desconfianza y un escepticismo y
una apatía muy amplios. Así, en los años ochenta, a más de la mitad de los
ciudadanos españoles la política democrática les producía indiferencia,
aburrimiento o desconfianza. Situación que Maravall ha calificado de «cinismo
político», entendiendo por tal «la concepción de que existe una disparidad
entre los ideales que supuestamente guían la política y la realidad de lo que
ésta es, de que los ideales resultan hipócritas y las palabras de los políticos
no se corresponden con sus verdaderas intenciones».
El Barómetro de Invierno elaborado por Demoscopia para El País en enero de 1997, aporta unos datos significativos en esta misma línea. En una valoración (de 0 a 10) sobre la confianza que tienen los ciudadanos hacia las distintas instituciones o grupos, aquellos puntuaron a los políticos en el último lugar (3,60), a los partidos políticos en el penúltimo (3,96) y en el antepenúltimo a los tribunales de justicia (4,25). El resto de las puntuaciones alrededor del 4 estaba compuesta, en orden decreciente, por la Iglesia, el Gobierno del Estado, la Administración pública, los empresarios y los sindicatos. Por otra parte, las dos mayores puntuaciones fueron para la Corona (7,58) y para el Defensor del Pueblo (6,33).